En memoria de Humberto Quijano
-Márquez de la Candelaria-

 

 

 


EL RETRATO
Una pasión del más allá


Laura sintió nostalgia e inquietud cuando arrendó una casona en la calle de la agonía; nunca se imaginó vivir a dos casas de la que fuera de sus abuelos y mucho menos con Carlos Arturo, con quien hacía dos meses se había casado.

La cerradura de la pesada puerta hizo resistencia a su delicada mano, el ambiente denso y frió se le hizo familiar y súbitamente corrió por el corredor hasta el patio dando vueltas alrededor de la fuente.

Doña Rosita, la dueña, le había hablado de la buhardilla donde según sus palabras: reposaban los días de esplendor de la casa… la idea de subir a ese cuartillo le producía escalofrío; pero un día se decidió, subió y abrió la pequeña puerta. La oblicua luz de una ventana iluminó cristales, lámparas, camas de bronce y un perchero repleto de sombreros y paraguas, mientras un espejo desde una esquina duplicaba sus pasos; con curiosidad abrió un baúl, y como en una alucinada danza empezó a medirse tules y sedas; llamó su atención una polvorienta y abandonada pintura, la limpió con sumo cuidado y fue apareciendo el retrato de un hombre de barba y mirada profunda.

Laura no dejó de pensar en el retrato, quiso verlo de nuevo y en una especie de ensoñación recordó las facciones y queriéndolo cerca, subió de nuevo… y deslizó sus dedos sobre los labios carnosos, en ese instante como poseída… bajo las escaleras y sonámbula recorrió la casa; entonces le pareció escuchar el piano y sorprendida corrió la cortina y creyó reconocer un rostro… Sí, el hombre del retrato, quien mirándola fijamente le dijo: “Duda que los astros ardan/ Duda que camine el sol/Duda de tu propia duda/Pero no dudes de mi amor”…ella igual lo miraba tan fijamente que sintió desvanecerse…

Todo cambiaría desde aquella ensoñación espectral. Laura percibiría su presencia, su olor, su voz mezclada con el sonido de la fuente, se estremecería de aquí en adelante al roce de sus manos, que únicamente ella podía sentir.

Una noche Laura se vislumbró abrazada a su fantasmal amante, quien con ansía y ciega mirada le ordenaba: con intenso desenfreno ten sexo con tu esposo…y en el instante en que él esté llegando al orgasmo, con esta daga que ahora te entrego… ¡Mátalo! Solo así, en este último estertor, con pasión de muerte en el umbral de la nada, podré yo tomar posesión de su cuerpo. ¡Y ya nada podrá separarnos!

Aterrada… Laura despertó. Sintió algo bajo su almohada. ¡La daga! Decidió buscar ayuda.

Visitó a una señora a quien le decían: “la bruja de la Candelaria”, quien después de oírla, le refirió que seguro se trataba de un famoso “Don Juan” familiar de Doña Rosita. Tenían que actuar rápido pues él ya tenía poder sobre ella. Le recomendó que buscara la contra en la buhardilla… Ya allí, Laura buscó en el baúl, un relicario y su cadena de oro brilló en el fondo y supo que podría dormir tranquila esa noche.

Al volver donde la hechicera, le entrega el relicario: ésta lo encierra entre sus manos…
¡Perfecto! Perteneció a su madre ¡Lo tenemos! Y en voz baja le susurró la contra…

Laura sube a la buhardilla, no sin antes perfumarse y ponerse un vaporoso traje de seda; sabe que es su último encuentro, siente ya la nostalgia y el duelo por la ruptura; ya extraña este imposible amor de inexplicable perversidad y pureza.

Percibe un vapor oscuro que delata su presencia, escucha su voz…como el eco al interior de su cuerpo, se irisa como una gata ante la luna y sus prendas flotan en el viento del deseo; lo abraza con pasión y presurosa le coloca el relicario.

El aullido de un lobo solitario es el vapor, regresando al agua del pantano; el ánima vuelve al lienzo… Laura fija su vista en la superficie del cuadro, ve sorprendida como –se pinta-, alrededor del cuello la cadena y la brillante imagen dorada del relicario.

Años después el cuadro ocupa otro lugar en la casa, testigo mudo de la historia de amor de Laura y Carlos Arturo; ella cuando nadie la observa, vuelve a rozar acariciante, con la yema de sus dedos el rostro del hombre del retrato.